Como a todo niño siempre me gustó jugar. Tuve muchos juguetes; pistas de hot wheels, peluches, muñecos de acción, dinosaurios, de todos ellos sólo conservo un velociraptor que todavía tengo exhibido en la repisa de mi cuarto. 

Pero hay juguetes en particular que todavía ocupan un espacio, no solo en mi mente, o en mi corazón, sino en la forma en que veo la vida misma. 

De una u otra forma, siempre termino relacionando situaciones cotidianas con experiencias que aprendí, probablemente de manera inconsciente, en un videojuego. Hay muchos tipos de ellos, en algunos necesitas llegar en primer lugar, en otros simplemente tienes que llegar, aunque todos comparten una característica única, y es que, en todos ellos, tienes que subir de nivel. 

Y para subir de nivel solo se tienen que hacer una cosa…jugar. 

Generalmente comienzas teniendo pocos recursos, todavía no se desarrollan al bien las habilidades de tu personaje, es una lucha constante para encontrar los mejores caminos y atajos, las formas de vencer a ese enemigo que siempre termina por derrotarte, pero el deseo de seguir jugando para alcanzar el siguiente nivel es lo que motiva a seguir intentándolo. 

Es a través de ese juego en la pantalla que se aprende el valor de la perseverancia, pues sabes que a pesar de que tengas que volver al principio, siempre habrá una oportunidad para salir del laberinto, de encontrar el objeto escondido o la puerta secreta, de derrotar al jefe, pero también a veces, de domar tu paciencia para regresar y tomar tu tiempo para hacerte más fuerte y regresar a afrontar ese reto que parece inalcanzable. 

Es también un juego en equipo o multijugador, ya que en ocasiones los enemigos simplemente son demasiado fuertes para derrotarlos por ti mismo y necesitas otro par de manos para alcanzar el puntaje, y es aquí donde entra la colaboración, la empatía, el poder ponerte al nivel del otro para hacer la travesía más ligera y al final obtener una recompensa para todo el equipo. 

Recolectas muchos objetos, dígase armas, armaduras, pociones, artefactos, dinero, hechizos o pergaminos, los cuales atesoras y guardas para usarlos en el momento preciso pero muchas veces te tienes que deshacer de todo lo que has acumulado para poder avanzar. Tienes que tirar tu armadura vieja, la que te acompañó durante todo el recorrido, los objetos que tanto atesorabas ahora solo ocupan espacio en tu inventario y si quieres avanzar en el juego, tienes que escoger entre, arriesgarte con lo que tienes, o hacer espacio a lo que viene… 

Y fue en uno de estos momentos que encontré un portal a la mitad del juego, pero para cruzarlo tenía que deshacerme de todo lo que había recolectado y comenzar de nuevo. 

En este nuevo juego las armas que sabía usar perdieron su efectividad, algunas desaparecieron, en lugar de una computadora y luz eléctrica, me encontré con un cuchillo y una tabla. 

Se sentían diferente al tacto, eran fríos, parecían difíciles de usar, los controles eran diferentes, y no le encontraba forma de darles sentido al usarlos juntos. Pero sólo era cuestión de seguir jugando, este nivel consistía en eliminar enemigos poco a poco, éstos eran largos y naranjas… eran zanahorias. 

En este nivel también se trataba de hacer figuras. Las zanahorias frías y redondas que se encontraban dentro de una cámara helada, tenían de alguna forma, que transformarse en pequeños cubos. Primero había que formar un cuadrado, cortando la mínima cantidad posible de los bordes laterales, formando así un rectángulo, que a su vez se tenía que cortar en rectángulos más pequeños y largos, apilarlos y deslizar el cuchillo de tal forma que no se hiciera tanta presión para colapsar la estructura, escabullir ese afilado cuchillo a través de las láminas nuevamente para ir formando rectángulos más pequeños aún. El paso final era mantener unida la estructura de pequeños tablones anaranjados y comenzar la demolición, con la misma fuerza, se cortaba la estructura al unísono, para poder ver una cascada de pequeños cubos de zanahoria. 

Puede parecer tedioso al principio, pero cada que lograba hacerlos bien mi barra de experiencia se incrementó un poco, y cada vez que la veía crecer me motivaba más para hacerlo mejor, pues el llegar al siguiente nivel produce una  tremenda emoción. 

En cuando se terminaba con la zanahoria aparecía otra verdura, blanca y redonda, la cebolla. Era un proceso parecido; figuras, cuadros, rodajas, rectángulos, cubos, esferas… La versatilidad de este juego era tremenda, me permitía adaptarme, conocerme y mejorarme, además de darme oportunidad, de vez en cuando, de desconectarme. 

Era necesario acumular cantidades específicas de estos cubos, y lanzarlas al fuego de un cazón con aceite candente y moverlos a un ritmo constante hasta que cambiaran de color. Después se agregaban granos de arroz, que después se ahogarían con agua. 

Al terminar este nivel, se abrían algunas de las casillas escondidas, además del acceso a nuevos utensilios. 

La prueba final, era lograr que todos los cubos y los granos, se fusionaran al unísono deslizando sin problema del cazón. Si quedaba uno solo, había que repetir el nivel. 

No recuerdo cuantas veces lo repetí, pero eventualmente, los controles se volvieron más amigables, mis dedos más flexibles, además de que no me tensaba y apretaba las manos al usarlos, empezó a ser mecánico, no necesitaba ya ver los botones para saber en dónde presionar. Éste juego me estaba haciendo más ágil, más despierto. Y en ese momento me di cuenta de que estaba apenas en el tutorial… me dije; ‘’¡estoy en el nivel 0!”, y con eso imaginé la cantidad de habilidades que podía aprender en los siguientes niveles. Tenía que conquistar esa olla. 

Hasta que un día finalmente los granos se despidieron de la olla, la pantalla se llenó de estrellas y apareció un letrero que decía: 

“Tutorial Terminado”

-TercerMillenial

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